Eugène Burnand fue un pintor suizo, cuyas creencias protestantes lo llevaron a pintar obras religiosas en las que puso su sello de realismo. Entre ellas, en el año 1898 pinta “Los Discípulos Pedro y Juan Corriendo al Sepulcro en la mañana de la Resurrección.” Esta obra está en la actualidad en una de las paredes del Musée d’Orsay en Paris, localizado en la que fue una vieja estación de trenes a un costado del Río Sena. Michael Frost la describe como la mejor pintura acerca de la Pascua jamás realizada y hace un relato genial que inspira esta parte del texto.

En esta pintura se aprecian los colores de los destellos de los primeros rayos de luz del amanecer que están tiñendo las nubes de ese inolvidable domingo por la mañana. Pedro y Juan corren presurosamente hacia la tumba de Jesús, después de escuchar que María Magdalena les acaba de decir que junto a otras mujeres fueron a la tumba para ungir su cuerpo con especias aromáticas, pero que éste ya no estaba allí. (Juan 20)

Con las palabras de María aún están retumbando en sus oídos. Apesadumbrados y con sus rostros llenos de mil emociones y sus actitudes corporales que dicen más que muchas palabras, nos revelan que no están seguros de poder creerlo todavía. Juan, vestido con una túnica blanca, el más joven de los dos, el discípulo amado, apretuja nerviosamente sus delgadas manos. Él, quien estuvo con Jesús en el momento de ser crucificado, fue el único de sus discípulos que permaneció a su lado hasta el final. Se lo ve frágil, con la imagen fresca de la muerte sangrienta y dolorosa de su maestro rondando sus pensamientos, como si apenas pudiera convencerse a sí mismo de que Cristo podría estar vivo nuevamente.

A su lado está Pedro, envuelto en una túnica oscura, quien fue quizás el más infiel de sus discípulos. Quien negó públicamente a Jesús en la noche más oscura de su vida. Se lo ve a Pedro aterrorizado, agobiado, como si por varias noches no hubiese podido conciliar el sueño, avergonzado, pero con un atisbo de esperanza. No está seguro de poder creer lo que le acaba de contar María Magdalena; pero con todas las fuerzas de su alma quiere hacerlo. Lo desea y lo necesita más que nadie. Mientras corre hacia la tumba, lleva su mano sobre el pecho, sintiendo cómo en su corazón comienza a latir la luz de la esperanza de una nueva oportunidad. Ese corazón que minutos antes estaba abatido, roto y tan muerto como su maestro el viernes anterior, parece cobrar vida otra vez.

Los ojos de ambos contienen una mezcla de ansiedad y esperanza, como los ojos de un padre que espera las noticias de un nacimiento inminente. En medio de la incertidumbre surge la expectativa. Los dos están corriendo juntos. El más joven y el más viejo de los discípulos vienen de situaciones diferentes, pero ambos han estado cerca de los acontecimientos dolorosos de las últimas horas y ahora van hacia el encuentro de lo que anhelan y todavía no pueden ver. Están corriendo con todas las fuerzas de su alma, hacia el descubrimiento del momento que alteraría para siempre el cielo y la tierra.

Más allá de nuestra posición, de nuestra labor pastoral o experiencia ministerial, todos somos Juan y Pedro en algún momento o casi siempre, corriendo hacia Jesús en medio de nuestros miedos, ansiedades, quebrantos e incertidumbres acerca del futuro, pérdidas y desesperación, dudas y vacío a medida que enfrentamos las pruebas y las dificultades de la vida.

Corremos con el peso de la vergüenza de los errores cometidos en nuestros días más oscuros, con el quebrantamiento que nos produce el desgaste de la lucha diaria y esperando con todas las fuerzas de nuestros corazones que Jesús esté vivo, y que todavía nos ame, nos reciba con brazos abiertos y nos perdone.

Los sueños, las emociones, las visiones que habían sido destrozadas, que se derrumbaron y cayeron en un olvido insoportable ese viernes negro, parecen ir ahora corriendo con desesperada anticipación hacia el encuentro de la vida.

Que en esta Pascua, nuestra fe aumente y nuestros corazones rotos sean sanados recordando que, a pesar de nuestros propios fracasos, Dios nos ama hoy y siempre y nunca nos dejará ir. Afirmemos en nuestros corazones la realidad de que la muerte no es el final. Porque si Jesús resucitó de los muertos también nosotros lo haremos.

A través de esta pintura, Burnand nos anima a meditar en los rostros de Juan y Pedro y a través de ellos, nos hace la invitación a descubrir por nosotros mismos la tumba vacía. Que en estos días nuestros ojos se llenen de la misma esperanza desesperada que Pedro y Juan tuvieron esa mañana inolvidable del primer día de la semana. El primer día del resto de la historia.

 

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